Andy Murray auyentó los fantasmas del pasado en el mítico All England Tennis Club convirtiéndose en el ídolo local que conquistara Wimbledon 77 años después de que ganara Fred Perry. El escocés, acogido como británico por un público que le siente suyo, se impuso en la final a Novak Djokovic por un marcador de 6-4, 7-5 y 6-4 que acabó con una Pista Central rindiéndose a los pies del que a partir de hoy será ídolo, protegido y venerado tenista con tratamiento de Sir.
La colina Henman se abarrotó horas antes de espectadores que llegaron a pagar 30.000 euros por una entrada para la final. La opción de que Murray cogiera el testigo de Perry como campeón de Wimbledon bien merecía estar presente. Ni una sola butaca vacía había en La Catedral cuando empezó el partido. Arrancó con un rally de 20 golpes que ganó el británico y un 0-40 que tuvo que salvar el serbio, que acabó cediendo su servicio antes de llegar al primer asueto en la silla. Motivos suficientes para que el respetable terminara de creer. Poco le duró la alegría a los ingleses porque Djokovic igualó la contienda con un contrabreak y calibró su raqueta desatinada hasta entonces. El duelo brilló por su intensidad, brega y calidad... pero tuvo en Andy al jugador más enchufado. El escocés logró un break en blanco en el séptimo juego y administró la renta hasta hacerse con el primer set.
El duelo era una partida de ajedrez disputada sobre un trillado tapete de hierba más propio de la tierra batida de Charleston que la Pista Central de Wimbledon. Sólo así se explica que Djokovic pudiera estirarse como un muñeco de goma y que Murray aguantara peloteos interminables en el fondo de pista. Fue el serbio quien golpeó primero en el segundo acto, tomando una pronta ventaja (4-1) que recuperó el británico (4-4) a base de casta, muñeca, incidir en el revés del rival y una doble falta de un Nole sombra de sí mismo. A diferencia de batallas de antaño, Andy demostró su madurez mental en los momentos clave, véase salvando dos bolas de break de su rival en el siempre clave octavo juego, logrando la ruptura en el undécimo capítulo y cerrando el set a su favor sin que se le arrugara el brazo. El público enloquecía.
El ambiente comenzó a recordar a la final de los Juegos Olímpicos de Londres del año pasado, celebrado en el mismo escenario, donde Murray pareció un gigante pasando por encima de Roger Federer. Djokovic se fue al vestuario buscando cambiar el escenario de juego, pero cuando volvió al coso se encontró con un rival enchufadísimo. En la grada le animaban sus más cercanos: Judy Murray, su madre; Kim Sears, su novia; Ivan Lendl, su técnico y el culpable del cambio que ha experimentado el escocés en los dos últimos años; y Daniel Vallverdú, su inseparable amigo desde su época de formación en la Academia Sánchez-Casal de Barcelona.
Murray rompió el saque de Djokovic en el arranque del tercer acto después de que una revisión del Ojo de halcón corroborase un nuevo error del serbio, que sin embargo no se dio por enterrado y pasó del 0-2 al 4-2. Andy volvió a reinventarse, plantándose en la cinta -poco frecuentada hasta el momento- y no solo recobró la desventaja adquirida sino que acabó dando la vuelta a la tortilla firmando los últimos cuatro juegos del envite. Aunque en el último, maratoniano capítulo, tuviera que levantar tres bolas de break y necesitara cuatro match points... Puño cerrado, brazos al cielo y su nombre en la gloria.
Le costó a Murray contener las lágrimas en los ojos. Era consciente de haber entrado en la historia de Wimbledon, el torneo que había soñado ganar desde chico. Se le vio feliz en el festejo, en el discurso y en la entrega de premios. No era para menos. Ya nadie le recordará a Fred Perry cuando hablen de campeones británicos... ahora se dirigirán a él como 'Sir Andy Murray'.
Foto: Getty Images
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